Doña Clarita es una vecina de mi abuela que sólo morirá cuando otro inmortal le corte la cabeza. Desde que tengo uso de razón, la recuerdo enfundada en su imposible abrigo de piel azul (¡), maquillada como un cuadro expresionista y con un peinado que envidiaría Amy Winehouse. Cada vez que subo en el ascensor con ella, sistemáticamente me hace las tres mismas preguntas, a saber: “¿qué tal tu madre?”, que tiene su lógica porque mi madre vivió muchos años en el edificio; “¿qué estudias?”, que, con 36 años, empieza a resultarme pelín humillante, y “¿te gusta Londres?”, ciertamente sorprendente pues nadie se la imaginaría paseando a la vera del Támesis.
También sistemáticamente, yo contesto: “Bien... Periodismo... Sí”, tras lo cual Doña Clarita se entrega a una apología de la capital británica, intercalando frases surrealistas en inglés, que se me hace eterna pese a durar sólo cuatro pisos. No obstante, de unos años a esta parte, si voy a casa de mi abuela y diviso a la buena señora en el portal, me agazapo tras unos arbustos a hacer tiempo, porque temo el día en que cambie el orden de las preguntas: “¿Qué estudias?”. “Bien”. “¿Te gusta Londres?”. “Periodismo”. “¿Qué tal tu madre?”. “Sí”.
Cuando me la encuentro por la calle, el discurso de Doña Clarita puede ser de dos tipos: si me acompaña mi hijo de 4 años, el típico rollo “yo a tu padre lo conozco desde que tenía tu edad”, a lo que Otis Jr. suele responder con un bufido en la mejor tradición de su progenitor; si voy solo, “!cómo me acuerdo de tu abuelo, que era todo un caballero!”, pues, por lo visto, mi abuelo, que, en efecto, era un caballero de los de corbata diaria e inclinación de cabeza, tuvo la ocurrencia de ponerse de su parte en una polémica junta de vecinos allá por el año en que Franco hizo la comunión.
Durante las Navidades, todos los días, Doña Clarita saca a su terraza al patio, compartido con el de mi comunidad, un magnetofón -si, sí, un mag-ne-to-fón-, pone una cinta de villancicos a todo trapo y se larga, dejando allí el aparato hasta que acaba la grabación. Es su forma de contribuir al espíritu navideño, que el resto de vecinos agradece acordándose de sus muertos, si es que los tiene y no fue creada en un laboratorio. Cuando era pequeño, me divertía tratando de acertar al magnetofón con un tirachinas, pero ahora me parece una tradición entrañable. No concibo unas Navidades sin los villancicos de Doña Clarita, que, por cierto, son los de toda la vida -los peces en el río, campana sobre campana y arreburroarre-, no gilipolleces de los Lunnies o similares.
martes, 10 de junio de 2008
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5 comentarios:
Doña Clarita mola mucho.
Mi abuela adorna toda la casa en navidades como una loca, venga el espumillón y las piñas doradas; y pone el belén más surrealista del mundo; con dinosaurios, jirafas y siete -SÍ, SIETE- caganers (los muñequitos esos del belén que están con el culito al aire haciendo caca)
!Siete cagones! El de tu abuela es un belén laxante. Lo demás no me parece tan surrealista. Más lo es que nieve en Palestina o que tres reyes sigan una estrella en busca de un niño un poco raro.
Abogo por un belén metafórico compuesto por un palestino comprado en el "Hola y Mierda" (H&M) ,un truño de plástico (el caganer da sus frutos) y un yogur griego (ley de extranjería para la reina Sofía).
Creo que conceptualmente representa la navidad y te ahorra el tostón de los muñequitos, el serrín y demás.
Pero te falta algo importante, Otis; no has contado cuando con 14 años le ayudaste a meter una maleta en el ascensor, y por TÚ CULPA, por TÚ GRAN CULPA, otros tenemos que escuchar; Otis, toooodo un caballero, un Gentleman. Le conozco desde que era así (bajando la palma de la mano dónde más bajo puede); conocí a su abuelo, otro gentleman...............
si antes he sonreído, ahora me río ya en voz alta. Ya me he suscrito.
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