miércoles, 28 de mayo de 2008

¿Se puede ser más falso?

Foto de elpais.es tomada ayer. No se aprecia bien si se están saludando o lanzándose el uno al cuello del otro para estrangularse. Por encima de otros motivos, como la derrota electoral, su previo ejercicio radical de la oposición, sus condicionantes mediáticos o el escaso carisma de Rajoy, la crisis del PP reside en su condición de partido tampax, que sirve (o servía) para todos: defensores y enemigos de las políticas sociales, centristas y franquistas, ateos y legionarios de Cristo, acatadores de la sentencia del 11-M y empeñados en socavarla, gays y homófobos, corruptos e incorruptos... Y respecto al PSOE, tres cuartos de lo mismo, aunque domeñado el batiburrillo por el sorprendente carisma zapateril. Qué bien le vendrían a España cinco grandes partidos de cobertura nacional: uno de centro, otro de centro-derecha, un tercero de centro-izquierda y, a la vera de estos dos últimos, uno de derechas y otro de izquierdas. Recaería en el electorado la labor de orientar ideologías y decidir pactos. Del puto sistema electoral y de la consiguiente y contradictoria presencia en el Parlamento estatal de partidos contrarios al Estado mejor no hablar, que se me reproduce la úlcera.

viernes, 23 de mayo de 2008

Señora baronesa, a sus pies

Conozco a mucha gente que no soporta a la baronesa Thyssen. La mujer es un poco friki, no lo niego. Leo en hola.com que, en tiempos, fue Miss Cataluña, Miss España y Miss Europa, quedó tercera en Miss Universo, se casó con un tal Lex Barker, “uno de los Tarzán más emblemáticos de la pantalla grande”, y, tras la muerte de éste, contrajo segundas nupcias con esa mezcla de comercial inmobiliario, chuloputas y vendedor de rolex falsos denominada Espartaco Santoni, que la introdujo en el mundillo de las películas de bajo presupuesto. Lo que vino después es de todos sabido: una tercera boda ¿por amor? con Heinrich von Thyssen, un hijo super-freak al que, de pequeño, regalaron un diccionario sin la T de trabajo y que viste las camisas y camisetas más horteras del sistema solar, una nuera tetona con la que se lleva a matar, una sonrisa permanente del tipo Joker de Batman, que hace sospechar de un cirujano plástico puesto de speed y que la obliga a hablar siempre entre dientes, y unas rocambolescas protestas contra los planes urbanísticos del alcalde de Madrid junto al Museo Thyssen, en las que llega a encadenarse a los árboles (foto superior) vestida con trajes que deben de costar lo que dos boscos y un goya juntos. En suma: un personaje que, así de primeras, causaría cierto repelús.

Ahora bien: soy capaz de batirme en duelo con quienquiera ose criticar a Doña Carmen en mi presencia. Para mí, al igual que ocurre con Su Majestad el Rey, su persona “es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (artículo 56.3 de la Constitución Española). Porque, gracias a la baronesa, el Thyssen está en España y no en otros países que, como Estados Unidos o Gran Bretaña, se ofrecieron en su momento para albergar tan excepcional colección de pintura.

Según leo en la propia web del museo, fueron muchos los motivos que pesaron en la decisión del amigo Heinrich de trasladar sus cuadros a Madrid, como el edificio ofrecido por el Estado español, su cercanía al Prado, las garantías de conservación de las obras, etc. Pero a mí que no me líen: fue su mujer la que debió de decirle algo así como “Heinrichito, la colección se queda en mi país por mis cohone”, y desde entonces disfrutamos aquí de centenares de lienzos de primerísimo nivel (que fueran adquiridos posteriormente por el Estado no resta mérito al asunto), entre ellos algunos de pintores que apenas podían admirarse antes en España y que se encuentran entre mis favoritos, como Munch, Schiele, Nolde o Hopper. Así que, por mí, como si a Doña Carmen le da por pasear en pelotas por la Castellana. Se corta el tráfico y se enmoqueta la calle para que no se le enfríen los pies. Yo seguiré colándome en el Thyssen con mi carnet de prensa todo-a-cien y deseando encontrarme con ella para ponerme, literal y metafóricamente, a sus pies.

lunes, 12 de mayo de 2008

Receta de hummus

Descubrí el hummus en Jordania, en un restaurante a pocos metros de la entrada de Petra. Mi mujer y yo estábamos recorriendo el país por nuestra cuenta. Todo resultaba muy barato porque apenas había turistas, acojonados por la violenta intifada y la consiguiente represión en el vecino Israel.

(Estas últimas frase, dichas así, quedan guay. Sobre todo para quien no sepa que recorrer Jordania por cuenta propia no tiene el menor mérito aventurero, dadas las buenas comunicaciones, lo pequeño del país y la seguridad mayoritariamente reinante en sus calles, y que, en cualquier lugar del mundo, un turista puede estar nadando en la piscina mientras en el edificio de al lado violan y torturan. En otras palabras, que la gente no deja de visitar Francia porque en España pongan bombas los hijoputas de ETA).

El caso es que llevo un día aburridísimo en el trabajo, pensando, por un lado, en qué escribir en el blog y, por otro, en una cita de Groucho Marx que leí el otro día (“Mejor permanecer callado y parecer tonto que decir algo y despejar la duda definitivamente”) y, como no se me ocurría nada trascendental, he optado por dejar constancia de esta fácil, rápida y sanísima receta que descubrí en internet entre otras complicadas en las que se trabajan más los garbanzos o se utilizan semillas de sésamo.

A saber: se mete en la batidora, trituradora o el aparato que uno tenga en casa para destrozar alimentos un bote de 500 gramos de garbanzos cocidos, previamente escurridos, un yogur natural, medio o un diente de ajo (al gusto de cada cual) y un chorrito de limón (ídem) y, cuando se obtiene una pasta blandurria, se deja enfriar ésta en la nevera para su posterior consumo por el españolísimo método de mojar pan (también quedaría muy guay añadir que tiene que ser pan de pita, pero es que da igual). Legumbres, lácteos, cítricos y ajo en un mismo plato por menos de dos euros.

lunes, 5 de mayo de 2008

Dos pruebas irrefutables de la inexistencia de Dios

A pocos kilómetros de una casa rural, se puede dejar el coche junto a la carretera y bajar andando por un camino de cabras -pero transitable, a trompicones, en coche- los aproximadamente 100 metros que la separan de un río. Nada más hacerlo, descubres que, entre los visitantes del paraje, son mayoría los que prefieren llegar con su vehículo hasta la misma orilla. No ves a nadie anciano o incapacitado para recorrer a pie ese puto centenar de metros. Piensas en la generalización de la idiotez, pero, aun así, te fijas en dos ejemplares concretos.

El primero baja la cuesta con las ventanillas abiertas y la música a toda hostia. Aparca a dos metros del río y, por indicación de un amigo tan idiota como él, deja puesta la música para que todos la compartamos. Y el cabrón no se queda sin batería. El segundo aparece con su flamante Audi, lleno de amigos cuarentones tan idiotas como él, se sube al tronco de un árbol inclinado sobre el río y se pone a pegar saltos, de tal forma que las ramas golpean a los árboles vecinos y de todos ellos se desprende un buen número de hojas. Y el cabrón no se cae al agua.

jueves, 17 de abril de 2008

Una foto muy machista

He oído a algún gay que la homofobia terminará el día que los heteros que tienen amigos homosexuales dejen de alardear de ello. Creo que lo mismo puede aplicarse al tema del machismo.

lunes, 7 de abril de 2008

Hornero, el triunfador

Que la inmensa mayoría de los adolescentes son idiotas -si no de manera constante, sí con una periodicidad preocupante- es una afirmación difícilmente rebatible. Yo, de adolescente, era idiota. Y por tal me refiero a tratar de transmitir una imagen ajena a la realidad, creer saberlo todo y adoptar una pose de suficiencia. Por ejemplo, muchos compañeros de colegio las pasábamos canutas cuando, acompañados de algún familiar, nos encontrábamos con otros alumnos. No porque nos avergonzáramos de nuestros padres, abuelos, tíos o hermanos, sino porque nos sentíamos en inferioridad de condiciones respecto a quienes estaban haciendo lo mismo que nosotros pero en solitario, con independencia de sus mayores.

Recuerdo una ocasión en la que las familias de todos los alumnos vinieron al colegio para algún tipo de ceremonia, creo que de fin de curso. Al acabar, a nadie se le ocurrió reunirse con sus parientes. Todos nos precipitamos escaleras abajo hacia el patio para hacer el cafre y dejar pública constancia de que, por muchos padres o hermanos que rondaran por allí, nosotros íbamos a nuestra bola. En ello estaba cuando, a mitad de camino, adelanté a Hornero.

Hornero (no recuerdo su nombre de pila) era un freak de libro. El típico alumno gafotas, regordete, blanquecino, peludo e introvertido que, más que asistir, pasaba por clase, sin llamar la atención ni de profesores ni de compañeros. Sus notas no eran ni buenas ni malas y nadie se metía con él porque se relacionaba con muy pocos, básicamente los de su misma especie.

Pues bien: Hornero estaba bajando las escaleras a paso de caracol porque llevaba del brazo a su abuela, una viejecita minúscula vestida de negro de pies a cabeza. Le miré a la cara: no mostraba ni ternura ni fastidio; era la cara de alguien que, sencillamente, estaba haciendo lo que tenía que hacer. Y al que se la sudaba por completo lo que los demás pudiéramos pensar. Comprendí al instante que aquel freak era superior a todos nosotros, más preocupados por bajar a toda prisa para ser los primeros en comentar con nuestros compañeros lo coñazo que había sido el acto, aunque nos hubiera encantado sentirnos el centro de atención del colegio por un día, o lo gilipollas que era tal o cual profesor, aunque nos lleváramos estupendamente con él.

Hace unos años me pareció ver a Hornero en el metro. En apariencia, igual de freak que en la adolescencia. No me acerqué a saludarlo y él no advirtió mi presencia, a pesar de que no le quité la vista de encima durante un trayecto de cuatro estaciones. Si había seguido haciendo lo que debía y mostrando la misma indiferencia por la opinión ajena, tenía delante a un triunfador. Y eso no le ocurre a uno todos los días.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Cuatro recuerdos de infancia

1) En mis 36 años he comido mucho y variado. Mucho, por haber vivido con una abuela para la que comer bien es hacerlo hasta reventar. Variado, por curiosidad, viajes y compromisos profesionales. Y de ningún plato tengo tan buen recuerdo como de los huevos duros con mayonesa casera que me hacía mi madre cuando era pequeño. Si le preguntaba “¿Mamá, qué hay para cenar” y me respondía “Un huevo duro”, me invadía la mayor felicidad que he sentido nunca ante la perspectiva de una comida. Me encantaba asistir al proceso consistente en partir el huevo duro en lonchas mediante un fascinante aparato cuya única utilidad era precisamente esa y depositar la cantidad justa de aquella mayonesa memorable sobre cada loncha. Del sabor poco puedo decir porque carezco de la aptitud para describir algo tan exquisito.

2) Mis padres me acompañaban a la papelería-librería "Henares", situada debajo de casa, y me daban total libertad para elegir el libro que quisiera, sin recomendaciones ni imposiciones. Así descubrí, por ejemplo, "La historia interminable" de Ende, mucho antes de que se hiciera tan famosa y la leyera todo el mundo, o "Las aventuras de Vania el forzudo" de Preussler, con las que disfruté como con las de Don Quijote muchos años después. Y supongo que de la pared situada a la izquierda según se entraba en "Henares", cubierta por estanterías desde el suelo al techo, salieron también todas las novelas de "Los tres investigadores", algunas de las cuales no me duraban ni un día. Aunque sigo pasando horas y horas en librerías, ojeando libros, no he vuelto a experimentar una emoción como la de entonces, cuando recorría con dedos de renacuajo aquellas estanterías repletas, consciente de que, con un poco de suerte y otro poco de intuición por mi parte, me llevaría a casa una joya.

3) Mi padre trabajaba en el edificio de Iberia de María de Molina esquina Velázquez, muy cerca del Vip's de López de Hoyos. Sin periodicidad determinada, de forma que cada vez constituyera una sorpresa, se pasaba por la librería del establecimiento y me traía algún libro de tiras cómicas, que yo devoraba. La mayoría de los once ejemplares de la colección de Mafalda que tengo en casa proceden de aquellas ocasiones. Con ellos he hecho una excepción a mi manía de quitar cuanto antes las pegatinas con el precio de los libros, porque lucen la palabra "Vip's" y el importe en pesetas que me traen tan buenos recuerdos.

4) Sin duda, el regalo que más ilusión me ha hecho en la vida fue un póster de la plantilla del Real Madrid, firmado por cada uno de sus componentes sobre sus respectivas imágenes, que me consiguió, no sé cómo, mi tío Carlos Cabello (Carlos Pelos para la familia). Por aquel entonces yo era un absoluto fanático del fútbol y llevaba meses tratando de hacerme con un póster del equipo de mis amores, acompañado en tales esfuerzos por mi padre, al que ambas cosas -fútbol y Real Madrid- le eran totalmente indiferentes, como me lo son a mí ahora. Nos recuerdo en un bar, cerca de la casa de mis abuelos paternos, intentando en vano que el dueño nos vendiera un póster mugriento colgado detrás de la barra. El abandono de toda esperanza (a finales de los 70 y comienzos de los 80 no había, como ahora, tiendas especializadas, páginas web o sitios similares donde comprar este tipo de artículos) fue lo que motivó mi indescriptible ilusión al recibir el regalo. Que mi tío hubiera logrado algo que a mí me parecía tan inasible me hizo verlo como a una especie de Indiana Jones encontrando el Arca Perdida. !Cómo lloré y cómo lo abracé!