lunes, 11 de febrero de 2008

Un fin de semana completo

El viernes, a la salida del cole, toda la familia al parque. Mientras Claudia gruñía cada vez que otro niño le quitaba una de sus palas, Rafa se autoproclamaba Peter Pan y, en consecuencia, era acosado por compañeras de clase que competían por ser su Wendy. Me dediqué a hablar de política con otros dos padres. Los tres comenzamos abordando el tema con la sutileza propia de quienes desconocen de qué pie cojean sus interlocutores y desean estar a bien con ellos, pero, en mi línea, acabé desvelando a qué partido pretendo votar; entre otras cosas -me cito textualmente-, "por tener los huevos de pedir que se cambie el sistema electoral para mandar a tomar por culo a los nacionalistas y defender un laicismo radical para mandar también a tomar por culo a la Conferencia Episcopal". Cuando me pongo lírico...

El sábado, excursión a Piñuécar, donde visitamos nidos de ametralladoras y trincheras de la guerra civil en lo alto de un cerro. Rafa me hizo acarrear más piedras que un esclavo de los constructores de pirámides egipcios. Traté de ponerme en la piel de los ocupantes de aquellas instalaciones (los nidos de ametralladoras, no las pirámides), quizá voluntarios convencidos de la justicia de su causa, quizá pobres diablos a los que ésta les había sido impuesta; en cualquier caso, personas que debieron de pasarlas putas en unos habitáculos en los que apenas se cabe de rodillas y corre un vientecillo que supongo criminal en invierno.

El domingo, solo al Círculo de Bellas Artes, a una exposición de dibujos de Goethe. Que resulta que el muy cabrón, además de literato, pensador y científico, era un dibujante consumado, sobre todo de paisajes. Por lo visto, cultivó esta faceta por mera afición, sin intención de hacer públicas sus creaciones. Me recordaron, por ello, a las "Pinturas negras" de Goya, que también pintó para sí, con lo que uno se siente especialmente privilegiado al observarlas, como si accediera a la intimidad del artista. Como de costumbre, recorrí una vez la exposición respetando su orden y luego otras muchas, deteniéndome en los dibujos que más me habían gustado. Muchos de ellos, similares a esos cuadros de Friedrich en los que caballeros de espaldas contemplan la majestuosidad de la Naturaleza (curiosamente, acabo de leer que Goethe y Friedrich, amigos en un momento dado, acabaron odiándose por sus diferencias irreconciliables sobre arte).

jueves, 7 de febrero de 2008

Por poner la antena

Venía en el autobús leyendo un libro sobre Goethe, procedente del Museo del Prado, donde había ido a conocer "La Venus del espejo", incluida en una exposición sobre Velázquez. Venía, pues, pletórico de arte, creación, genio y eternidad, cuando una señora a mi lado se ha puesto a hablar por el móvil y yo me he aplicado a esa costumbre tan española de poner la antena. Uno de sus hijos debía de estar con gripe, sin saber qué hacer para remediarlo. "Tómate -le ha dicho- un vaso de leche y un efenelgan y a la cama", y me ha dado por pensar que estas palabras eran tan eternas como la obra de Goethe y Velázquez... y, tras escribir estas líneas, me he preguntado si no estaré cayendo en un detestable minimalismo naif.

lunes, 4 de febrero de 2008

Una cita de Séneca

A propósito de lo que comentaba hace dos entradas sobre la actualidad de los clásicos, el siguiente extracto de las epístolas morales de Séneca a Lucilio parece escrito por alguien que acabara de pasearse por la costa española: "¿Hasta dónde extenderéis los límites de vuestras fincas? ¿Hasta cuando no haya lago alguno en el que no dominen las techumbres de vuestras quintas ni río alguno cuyas orillas no bordeen vuestros edificios? Doquiera surjan venas de agua caliente, allí se levantarán nuevos albergues de lujo. Doquiera el litoral se repliegue formando una ensenada, vosotros echaréis inmediatamente los cimientos".

domingo, 3 de febrero de 2008

Una cita de Doisneau

Empiezo un libro sobre el fotógrafo Robert Doisneau, el de la imagen tan famosa de arriba, y la primera cita con la que me encuentro tiene que ver con mi primera entrada en este blog: "Nunca he sentido el paso del tiempo. Estaba demasiado absorbido por el espectáculo que me ofrecían mis contemporáneos, un espectáculo gratuito e infinito para el que no se necesita entrada. Y, cuando se presentaba la ocasión, les ofrecía, en recompensa, el consuelo efímero de una imagen (...).. Hay días en que la simple actividad de mirar infunde una felicidad absoluta". 

viernes, 1 de febrero de 2008

Algunos libros que me hicieron

Por principio, soy contrario a las listas del tipo "los diez libros que me llevaría a una isla desierta", ya que suelen referirse a libros preferidos o que uno cree de imprescindible lectura. Con los libros, como con las películas o los discos, ocurre que su valoración depende del estado de ánimo y de la experiencia de quien los disfruta. El que ayer resultaba un tostón insufrible puede parecer extraordinario mañana. Hoy, sin embargo, me he acordado de unos cuantos de los que sí puedo afirmar que, sin ser necesariamente mis favoritos, han influido tanto en mi forma de pensar o sentir que me han hecho -para bien o para mal- una persona distinta de la que era antes de leerlos. Y eso no cambiará.

Sin orden ni concierto: "La Ilíada", de Homero, porque, entre otras cosas, sus Aquiles, Héctores y Argamedones me hicieron sentir lo mismo que, en la infancia, mis adorados tebeos de superhéroes, con la diferencia de estar escrito casi tres milenios antes; "De la brevedad de la vida"/"De la felicidad", de Séneca, porque es consolador que, hace 2.000 años, nuestros ancestros se comieran la cabeza con los mismos problemas que nosotros; "El Quijote", de Cervantes, porque descubrí que todo lo que decían de él era cierto, que puedes morirte pensando que has escrito una intrascendente novela de humor y, sin embargo, haber legado una obra a la Humanidad que, según Dostoievski, le bastaría a ésta para justificar su existencia el día del Juicio Final; "El mundo de ayer. Memorias de un europeo", de Stefan Zweig, porque, como le escuché a un crítico literario, es acabar de leerlo y entrarte ganas de ir a tomar algo con su autor; "Cien años de soledad", de García Márquez, porque no dependió de mis estados de ánimo sino que me hizo pasar por todos los posibles; "Un mundo sin rumbo", de Ramonet, porque, aunque este autor me parece ahora un progre de la peor especie, de los que aún ven el supuesto lado romántico de Fidel Castro o las FARC, fue el primero en explicarme que el mundo no funciona como cuentan los periódicos; "Carta de Jesús al Papa", de Sánchez Dragó, porque fue la puntilla para acabar de poner en orden mis ideas sobre el fenómeno religioso y hacerme, como Buñuel, "ateo gracias a Dios"; "Música para camaleones", de Truman Capote, porque hubiera dado un brazo por escribir como este señor en este libro.

Memento mori

Ojeando la guía de ocio de un periódico, me he topado con esta foto, que exponen en el Instituto de México en España junto a otras muchas sobre Monterrey. Me ha llamado la atención la inmensa mole que parece cernirse, amenazante, sobre la ciudad. No he estado nunca, pero me da la impresión de que, te encuentres donde te encuentres en ella, basta con levantar la cabeza para ver la cadena montañosa. Estaría bien que todas las ciudades de interior tuvieran una montaña anexa que, como el esclavo que susurraba a los generales triunfantes en Roma aquello de "Memento mori", recordara a sus habitantes su nadería frente a la Naturaleza, una lección de humildad que, en las ciudades costeras, cumple sobradamente el mar.

Una matización

Una matización al final de la entrada anterior. No quiero decir que la certeza de la muerte ocupe permanentemente nuestro pensamiento ni que los momentos felices tengan la función de evadirnos de ella. Sería menospreciar tanto una certeza imprescindible para la vida, que carecería de valor sin la muerte, como unos momentos que resuelven afirmativamente el que Camus consideraba el único problema filosófico importante: si merece la pena vivir. Quiero decir que la certeza de la muerte es la causa (dormida, latente, pero siempre ahí) de nuestra obsesión por el paso del tiempo, de la que nos liberan los momentos felices.

Ahora bien, pensándolo de nuevo, son otros muchos los momentos que nos distraen del paso del tiempo pero que no me atrevería a definir como felices: un trabajo que no nos interesa pero en el que tenemos que concentrarnos, una conversación aburrida en otro idioma que nos obliga a estar pendientes, una mañana de tareas caseras y rutinarias como tender o planchar... ¿Cuál es, pues, la diferencia? A lo mejor ninguna, y los momentos felices son, sencillamente, los no infelices, más fáciles de catalogar y muchísimo menos abundantes.