lunes, 5 de mayo de 2008

Dos pruebas irrefutables de la inexistencia de Dios

A pocos kilómetros de una casa rural, se puede dejar el coche junto a la carretera y bajar andando por un camino de cabras -pero transitable, a trompicones, en coche- los aproximadamente 100 metros que la separan de un río. Nada más hacerlo, descubres que, entre los visitantes del paraje, son mayoría los que prefieren llegar con su vehículo hasta la misma orilla. No ves a nadie anciano o incapacitado para recorrer a pie ese puto centenar de metros. Piensas en la generalización de la idiotez, pero, aun así, te fijas en dos ejemplares concretos.

El primero baja la cuesta con las ventanillas abiertas y la música a toda hostia. Aparca a dos metros del río y, por indicación de un amigo tan idiota como él, deja puesta la música para que todos la compartamos. Y el cabrón no se queda sin batería. El segundo aparece con su flamante Audi, lleno de amigos cuarentones tan idiotas como él, se sube al tronco de un árbol inclinado sobre el río y se pone a pegar saltos, de tal forma que las ramas golpean a los árboles vecinos y de todos ellos se desprende un buen número de hojas. Y el cabrón no se cae al agua.

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