Una matización al final de la entrada anterior. No quiero decir que la certeza de la muerte ocupe permanentemente nuestro pensamiento ni que los momentos felices tengan la función de evadirnos de ella. Sería menospreciar tanto una certeza imprescindible para la vida, que carecería de valor sin la muerte, como unos momentos que resuelven afirmativamente el que Camus consideraba el único problema filosófico importante: si merece la pena vivir. Quiero decir que la certeza de la muerte es la causa (dormida, latente, pero siempre ahí) de nuestra obsesión por el paso del tiempo, de la que nos liberan los momentos felices.
Ahora bien, pensándolo de nuevo, son otros muchos los momentos que nos distraen del paso del tiempo pero que no me atrevería a definir como felices: un trabajo que no nos interesa pero en el que tenemos que concentrarnos, una conversación aburrida en otro idioma que nos obliga a estar pendientes, una mañana de tareas caseras y rutinarias como tender o planchar... ¿Cuál es, pues, la diferencia? A lo mejor ninguna, y los momentos felices son, sencillamente, los no infelices, más fáciles de catalogar y muchísimo menos abundantes.
viernes, 1 de febrero de 2008
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