Que la inmensa mayoría de los adolescentes son idiotas -si no de manera constante, sí con una periodicidad preocupante- es una afirmación difícilmente rebatible. Yo, de adolescente, era idiota. Y por tal me refiero a tratar de transmitir una imagen ajena a la realidad, creer saberlo todo y adoptar una pose de suficiencia. Por ejemplo, muchos compañeros de colegio las pasábamos canutas cuando, acompañados de algún familiar, nos encontrábamos con otros alumnos. No porque nos avergonzáramos de nuestros padres, abuelos, tíos o hermanos, sino porque nos sentíamos en inferioridad de condiciones respecto a quienes estaban haciendo lo mismo que nosotros pero en solitario, con independencia de sus mayores.
Recuerdo una ocasión en la que las familias de todos los alumnos vinieron al colegio para algún tipo de ceremonia, creo que de fin de curso. Al acabar, a nadie se le ocurrió reunirse con sus parientes. Todos nos precipitamos escaleras abajo hacia el patio para hacer el cafre y dejar pública constancia de que, por muchos padres o hermanos que rondaran por allí, nosotros íbamos a nuestra bola. En ello estaba cuando, a mitad de camino, adelanté a Hornero.
Hornero (no recuerdo su nombre de pila) era un freak de libro. El típico alumno gafotas, regordete, blanquecino, peludo e introvertido que, más que asistir, pasaba por clase, sin llamar la atención ni de profesores ni de compañeros. Sus notas no eran ni buenas ni malas y nadie se metía con él porque se relacionaba con muy pocos, básicamente los de su misma especie.
Pues bien: Hornero estaba bajando las escaleras a paso de caracol porque llevaba del brazo a su abuela, una viejecita minúscula vestida de negro de pies a cabeza. Le miré a la cara: no mostraba ni ternura ni fastidio; era la cara de alguien que, sencillamente, estaba haciendo lo que tenía que hacer. Y al que se la sudaba por completo lo que los demás pudiéramos pensar. Comprendí al instante que aquel freak era superior a todos nosotros, más preocupados por bajar a toda prisa para ser los primeros en comentar con nuestros compañeros lo coñazo que había sido el acto, aunque nos hubiera encantado sentirnos el centro de atención del colegio por un día, o lo gilipollas que era tal o cual profesor, aunque nos lleváramos estupendamente con él.
Hace unos años me pareció ver a Hornero en el metro. En apariencia, igual de freak que en la adolescencia. No me acerqué a saludarlo y él no advirtió mi presencia, a pesar de que no le quité la vista de encima durante un trayecto de cuatro estaciones. Si había seguido haciendo lo que debía y mostrando la misma indiferencia por la opinión ajena, tenía delante a un triunfador. Y eso no le ocurre a uno todos los días.
lunes, 7 de abril de 2008
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